Desconsolado estoy, sin tierra. Camino valdío en un mundo de sombras. Mi lejana esperanza se ha hecho añicos bajo mis pies. ¡Mira mi desgracia, Dios Eterno, Padre de bondad! Inclina tu oído y escúchame.
Cada día me atraviesan mil aguijones, mis hermanos vuelven sus rostros ante mí, les doy asco, soy un desconocido en mi propia casa.
¿Quien defenderá mi causa, sino Tu, Rey Eterno? Recuerda mis años jóvenes, mis oraciones infantiles y mis súplicas, y ten piedad de mi ignorancia.
He sido un perdido en la casa de mi madre, abandonado a la suerte y la desgracia, pero tu me has inculcado valor e ilusiones.
En la noche me llevas de tu mano, has amortiguado mis caídas como un padre bondadoso, yo, que siempre me he sentido desprotegido. Has cuidado mis pasos a pesar de que a mi diestra y a mi siniestra caían miles de vidas en la flor de su juventud. Me has adornado el pecho de tus escrituras y me has dado a saborear la experiencia de tu sabiduría.
Y ahora, no quiero perderla, dame más, y arroja las desgracias que vienen de mi al fuego.
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