Si vivieras en la época griega o romana, donde el panteón de dioses era extensísimo (había un dios para cada ocasión, para cada época del año e incluso para cada región o comunidad) y fueras a predicar a Dios, a "nuestro Dios", es decir, al "Dios de los cristianos", ¿qué harías? ¿Cómo lo identificarías?
Lo primero que te preguntarían es cómo se llama tu Dios. Las gentes de aquélla época no admitirían un "dios sin nombre"; ¿Júpiter? ¿Neptuno? ¿O Athenea, tal vez? San Pablo se enfrentó a un dilema parecido (Hch 17,16-34), cuando predicaba a los atenienses. Los atenienses eran tan "devotos" y adoraban a tantas cosas, les gustaba tanto ir y venir entre charlatanería y habladurías, que incluso habían dedicado un espacio a un Dios "desconocido". Pablo aprovechó eso para presentarles a ese "Dios desconocido".
Hoy en día ocurre algo parecido. No hay dioses que distraigen y diluyan el tiempo y la mente de las personas, pero hay multitud de pequeños entretenimientos a quienes se les dedica no poco tiempo. Videojuegos, Internet, revistas de una u otra índole... Las personas ya no adoran dioses de piedra (sería demasiado infantil para el pensamiento moderno, ¡ya nadie cree en esas cosas!), pero sí adoran, sin embargo, dioses de silicio o de plástico, dioses de colores y luz. Hay miles de dioses, como antaño, como siempre ha habido, y si el ser humano como identidad y sujeto no invierte su tiempo y su adoración a Dios, lo hará a cualquier otro que le sirva como sustituto. Podemos poner ejemplos de dioses de adrenalina, dioses de cristal o dioses de política. Hay miles de dioses dónde elegir; las personas ya no se postran ante una estatua pidiéndole que envíe lluvia a sus tierras o que le otorgen tal favor, pero no dudarán en arrojarse al vacío ante el dios de la fama o la tentación del protagonismo en televisión.
Un análisis más extenso (y también más teológico) sobre el episodio de San Pablo podemos encontrarlo en la Biblioteca Electrónica Cristiana, pero aquí no me centraré en las intenciones de San Pablo, sino en la propia identidad de Dios ante nosotros y ante los demás. Ciertamente Dios es una experiencia única, personal e intransferible. A todos los que me han preguntado sobre ello se lo he dicho así: "a Dios tienes que experimentarlo y vivirlo tu, de nada te sirve que lo haga yo". Ciertamente, es bueno -incluso recomendable- hablar de Dios y de nuestras experiencias con él, pero transmitirlo, el don de la fe, es algo que está lejos de nuestras manos el dar u otorgar. A lo máximo a lo que podemos aspirar es a anunciarlo y servir de eco de Dios para darlo a conocer, ¡y felices debemos de sentirnos si aun esto lo hacemos medianamente bien!
Dios se identifica como "el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob", y le da a Moisés una críptica respuesta a su pregunta de qué les dirá a los israelitas sobre el que le ha enviado: "Yo soy el que soy". Esta frase, "yo soy el que soy", es en hebreo "EHIEH", que se refieren a las letras del alfabeto hebreo "J-H-W-H", una palabra muy difícil de pronunciar sin vocales, puesto que en el hebreo antiguo no estaban escritas. Para salvar esta situación, los hebreos utilizaron la palabra Adonai (que se traduce por "Señor"), así cuando se encontraba un lector con las palabras JHWH, pronunciaba "Señor" (Adonai). Posteriormente se realizó una mezcla artificiosa entre las consonantes J(Y)-H-W-H y Adonai, dando como resultado "Jehová" o "Yahveh", para dotar a las consonantes de unas vocales y así dar nombre a Dios. Pero este nombre es "inventado", aunque muchas personas -incluso creyentes- lo digan habitualmente, no debería utilizarse, puesto que es darle nombre a Dios, y Dios no puede reducirse a un nombre. Incluyo J con la (Y) entre paréntesis porque la J fue una adicción muy posterior, proviene de la edad media, por lo tanto, quienes nombran a Dios como "Yahveh" lo están haciendo mal, pero quienes lo nombran como Jehová ¡lo están haciendo aún peor!
Es más, la traducción literal de la raíz hebrea EHIEH incluye más de lo que aparenta, y también significa "El que es, fué y será". Es decir: el Dios Eterno, el Dios único que es anterior a todo, que es por encima de todo, y que será siempre ante todo.
Jesús llama a Dios "Padre", o, más específicamente, "papá" (o "papaíto", según algunos otros traductores). Dios es "Padre", por encima de todo. Es nuestro Señor pero, tras la venida de Cristo y la restauración de nuestra dignidad de hijos de Dios, es también nuestro Padre. ¿Por qué se empeñarse entonces a llamar a Dios de una determinada forma -que, además, no se corresponde ni es la adecuada- cuando podemos llamarle Padre?
Otro término para nombrar a Dios y alabarle es una curiosa palabra, muy tergiversada en nuestros días, ya que incluso se utiliza para los temas más vanales. Se trata de "Aleluya", que significa "alabemos a El" (entendiendo "Él" como Dios). Aleluya es una de las palabras más antiguas de alabanza, realmente un término muy acorde junto con Adonai y mucho mejor, lógicamente, que los nombres "inventados por los hombres" de Jehová o Yavéh.
Personalmente, "Yo soy el que soy" es uno de los términos que más me gustan y que mejor identifican a Dios, aunque los hombres, en sus intentos de etiquetarlo todo y reducirlo a su limitada visión de las cosas, se hayan empeñado en reducirlo a una simple palabra sin sentido.
"Ese Dios desconocido" - como diría San Pablo - "es el que os he venido a anunciar". Y, aún hoy, muchos te responderían: ¿qué Dios? Mi Padre.
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